2016/10/06

El “No” en Colombia es además una decisión geopolítica

Las conversaciones por la Paz en Colombia iniciadas por el presidente Santos y la guerrilla de las Farc a finales de 2012  en La Habana representaron siempre una muy buena noticia para la región. El conflicto armado que data de más de 50 años siempre le fue útil al Imperio para inmiscuirse en temas soberanos y sabotear cualquier intento emancipatorio. Hoy ante el viraje hacia la derecha que se está produciendo en el continente el triunfo del No colombiano le resulta a los sectores dominantes un dato invalorable.

Por Osvaldo Drozd

El triunfo del No en el plebiscito realizado el domingo en Colombia acerca de la convalidación o el rechazo de los acuerdos de Paz firmados por el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC en La Habana, cuenta con diversas aristas por las que se lo pudiera abordar analíticamente. La legitimidad de un acto eleccionario en el que el ausentismo fue de  más del 62 % de los posibles sufragantes y que la opción ganadora lo hiciera por escaso margen, es un punto que no debiera descuidarse. El retorno de la figura del ex presidente Álvaro Uribe Vélez como figura emblemática de la derecha más retrógrada no sólo en Colombia sino en toda la región, tampoco es un dato a menospreciar. Mucho menos teniendo en cuenta el viraje hacia la derecha que se está produciendo en el continente ya sea por triunfos electorales o por movimientos destituyentes de gran envergadura en los que prevalecen como principales actores los grandes medios concentrados y las corporaciones judiciales. Convengamos de antemano que el signo político del presidente Santos no se caracteriza precisamente por ser el del progresismo y que su alineamiento principal es en la Alianza del Pacífico. Sin embargo, Santos siempre fue proclive a respetar la integración regional y valorar el juego que pueden producir bloques como son la Unasur o la Celac. A partir de asumir su primera presidencia en 2010 restableció relaciones diplomáticas primero con Venezuela y después con Ecuador que estaban seriamente alteradas por el gobierno de Uribe.

Un conflicto armado de larga data

Desde el surgimiento de la insurgencia colombiana en 1964 –principalmente como organismos de autodefensa campesina- se puede observar un despliegue en el tiempo y el espacio de un conflicto en permanencia que se iría complejizando al incorporar a múltiples actores y que en diferentes coyunturas aunque intentase resolverse siempre sería por andariveles unilaterales, mientras los restantes bregarían por su prosecución. Con el plebiscito del pasado domingo eso queda a las claras. Hay un sector propio del conflicto que se niega a que el mismo acabe. Y lo más interesante de todo esto es que la prosecución o no de este largo proceso de enfrentamientos, si bien favorece a un sector dominante del país neogranadino, también afecta a la región en su conjunto en cuanto a su integración y por ende una parte sumamente interesada en ello -como lo es el Imperio- no es indiferente.

El largo conflicto armado no sólo hizo que la guerrilla se propagara por diferentes regiones del país, principalmente rurales, tanto de la selva como de la montaña; sino que generó movimientos contrarios a ella como fueron las diferentes organizaciones paramilitares. En una geografía resquebrajada estos grupos armados se fueron combinando con diferentes carteles del narcotráfico generando así un entramado complejo. Las organizaciones armadas de derecha supuestamente se formaban para combatir a la guerrilla, pero en ese movimiento se emparentaban con los narcos y además le servían a la oligarquía terrateniente para desplazar campesinos y apropiarse de más tierras. Como veremos Uribe es parte de ese sector de la sociedad que siempre recibió apoyo logístico, militar y económico de los EEUU y que su principal interés objetivo es mantener esa formación social retardataria y emparentada a la barbarie.

Santos, Uribe y los intereses imperiales

En una nota escrita para el portal Rebelión, el analista colombiano Fernando Dorado sostenía que el conflicto entre Santos y Uribe responde a diferentes intereses en tanto son parte de fracciones diferentes de las clases dominantes colombianas. El actual presidente pertenece a la burguesía transnacionalizada urbana, gran financiera, gran industrial y agroindustrial, que intenta mantener su autonomía de las políticas más derechistas de la inteligencia estadounidense planteándose la posibilidad de iniciar un nuevo camino frente al problema de las drogas, como a su vez ser parte de “un bloque latinoamericano que les permita utilizar las contradicciones y tensiones que se presentan en los mercados globales”.

Dorado señalaba en 2010 que “Uribe representa una parte del campesinado rico antioqueño venido a más por su alianza con el narcotráfico” que desde finales de los ’70 “se convirtieron en grandes latifundistas con un inmenso poder territorial y económico en esa región de Colombia”, desplazando a campesinos e indígenas. “La lucha contra la guerrilla los colocó a la cabeza de los terratenientes de todo el país, especialmente de la Costa Caribe (Atlántica). Así, un poder surgido a la sombra del narcotráfico organizó un ejército propio –las Autodefensas Campesinas–, y mediante la estrategia paramilitar cooptó al aparato estatal y puso a su servicio a las fuerzas armadas”.

En una entrevista realizada por El País de España, el historiador colombiano Marco Palacios expresó que “las raíces de la continuidad del conflicto son la desigualdad básica que se expresa en el cierre social que implica el latifundio en una sociedad que apenas empieza a urbanizarse”. Según Palacios esto se expresa como “el fracaso de la consolidación del Estado colombiano”. Una tarea inconclusa que el sector al cual Santos pertenece intenta revertir mientras que el resquebrajamiento estatal le es funcional a la oligarquía paisa a la cual Uribe pertenece. Por esto, no es casualidad que el gobierno de Santos haya aceptado debatir el tema del “desarrollo rural” y el problema de la tierra como primer punto en la agenda de debate con la guerrilla iniciado a finales de 2012, y que en esa mesa –por primera vez– no estén representados los grandes latifundistas y ganaderos colombianos.

En un muy interesante artículo escrito por el analista brasileño José Luís Fiori que lleva el título “EUA, América del Sur y Brasil: seis tópicos para una discusión” publicado por el portal Amersur en septiembre de 2009, el autor señalaba que es interesante recordar y reflexionar sobre los grandes principios que orientaron la política externa de Estados Unidos con relación a América Latina en la segunda mitad del siglo XX. Estos principios fueron formulados por uno de los principales geoestrategas  estadounidenses del siglo XX, el holandés Nicholas Spykman, quien en los dos libros que escribió sobre política externa norteamericana, America’s Strategy in World Politics, publicado en 1942 y The Geography of the Peace, publicado un año después de su muerte, en 1944; delinearía en ellos la piedra angular del pensamiento estratégico estadounidense de toda la segunda mitad del siglo XX y del inicio del siglo XXI. Llama la atención según resalta Fiori, el gran espacio dedicado a la discusión de América Latina y en particular, a la “lucha por América del Sur”. Spykman parte de una separación radical entre la América anglosajona y la América de los latinos. En sus palabras, “las tierras situadas al sur del Río Grande constituyen un mundo diferente a Canadá y Estados Unidos. Y es desafortunado que las partes de habla inglesa y latina del continente se llamen ambas América, evocando una similitud entre ellas que de hecho no existe”, para rápidamente proponer dividir el “mundo latino” en dos Regiones, desde el punto de vista de la estrategia norteamericana, en el subcontinente: una primera, “mediterránea”, que incluiría a México, América Central y el Caribe, además de Colombia y Venezuela; y una segunda, que incluiría a toda América del Sur al sur de Colombia y Venezuela. Hecha esta separación geopolítica, Spykman define a “América Mediterránea como una zona en la que la supremacía de Estados Unidos no puede ser cuestionada. En cualquier circunstancia se trata de un mar cerrado cuyas llaves pertenecen a Estados Unidos, lo que significa que México, Colombia y Venezuela (por ser incapaces de transformarse en grandes potencias), estarán siempre en una posición de absoluta dependencia de Estados Unidos”. En consecuencia, cualquier amenaza a la hegemonía americana en América Latina vendrá del sur, en particular de Argentina, Brasil y Chile, la “Región del ABC”. En palabras del propio Spykman: “para nuestros vecinos al sur del Río Grande, los norteamericanos seremos siempre el “Coloso del Norte”, lo que significa un peligro, en el mundo del poder político. Por esto, los países situados fuera de nuestra zona inmediata de supremacía, o sea, los grandes Estados de América del Sur (Argentina, Brasil y Chile) pueden intentar contrabalancear nuestro poder a través de una acción común o a través del uso de influencias externas al hemisferio”. En este caso, concluye: “una amenaza a la hegemonía americana en esta Región del hemisferio (la Región del ABC) tendrá que ser contestada a través de la guerra”. Lo más interesante según Fiori “es que si estos análisis, previsiones y advertencias no hubiesen sido hechos por Nicholas Spykman, parecerían fanfarronadas de alguno de estos populistas latinoamericanos que inventan enemigos externos y que se multiplican como hongos, según la idiotez conservadora”.

Si las previsiones de Spykman aún mantienen vigencia no resulta descabellado sostener, como lo hiciera Hugo Chávez primero y hoy Nicolás Maduro, que el ex presidente colombiano Álvaro Uribe es el principal conspirador contra el gobierno legítimo de Venezuela en tanto la republica bolivariana hoy esté cuestionando la existencia de esa zona de influencia preestablecida por Spykman. El acuerdo de paz también lo afectaría, ya que Colombia se ha convertido durante las últimas décadas en la puerta de entrada del Imperio a la región y la propuesta de instalación de siete bases militares en dicho país no es ajena a ese objetivo. Pero si no existiera en Colombia ni el narcotráfico ni la guerrilla, o como a Uribe le gusta llamarlo el “narcoterrorismo castrochavista”, no habría ninguna razón para intervenir logística y militarmente en ese territorio.

El proceso de Paz iniciado en Colombia a finales de 2012 por el presidente Juan Manuel Santos respondía principalmente a una nueva configuración regional en la que primaban la integración y la relativa autonomía. No es casual que tras el fallecimiento del primer secretario general de la Unasur, Néstor Kirchner, el gobierno de Colombia haya designado primero a María Emma Mejía y hoy al ex presidente Ernesto Samper al frente del bloque regional que por otra parte fue siempre uno de los organismos más comprometidos con el acuerdo por la paz colombiana.

Con el viraje hacia la derecha que se está produciendo en Suramérica y por ende proclive a la subordinación imperial, el No colombiano se encuadra a la perfección. 

Berisso 3 de octubre de 2016 

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